Opinión | Las cuentas de la vida
El tiempo que retorna
No es cierto que el tiempo no vuelva. Lo hace continuamente en forma de recuerdo o de reminiscencia; regresa con el desgaste de la vida. No es cierto, no, que el tiempo no retorne. Lo hace en forma de anhelo o de nostalgia, de miedo – por un trauma o una herida– o de esperanza. El tiempo vuelve con variaciones infinitas, hasta que ya no somos capaces de distinguir lo recreado de lo verdadero, lo que sucedió de lo que confundimos o inventamos; o lo que dejó de existir para pasar a ser otra cosa distinta: quizás mejor, quizás peor. Al escribir sus memorias, el autor suele buscar un hilo de sentido que otorgue a su vida un orden secreto, convirtiéndose así en peregrino. A otra escala –más pequeña e íntima–, todo el mundo intenta encontrar en el recuerdo un matiz moral que ennoblezca sus esfuerzos: sus intentos de luchar por el bien; por ser buen hijo –primero– y buen padre –después–; por poder mirar a sus semejantes a los ojos y reconocer en su mirada una humanidad previa al embrutecimiento de la ideología o de los prejuicios. Hay una memoria del bien que hemos hecho y otra del mal cometido y, en ambos casos, es el tiempo el que retorna y que nos convoca como un juez severo o como un abogado protector, llamándonos por nuestro nombre y diciéndonos: «eso eres tú». Casi siempre nos engañamos, pero es bueno aprender a rebuscar en los pliegues del tiempo para descubrir que la historia anhela un sentido; mejor aún, que ya lo tiene.
Es conocido el episodio del profeta Elías en el monte Horeb. Nos habla de una determinada espiritualidad, aunque también de un profundo anhelo. Habiéndose Elías refugiado en una gruta, «el Señor le dijo: «Sal y permanece en el monte ante el Señor». Entonces pasó el Señor. Ante Él, un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas, pero el Señor no estaba en el huracán. Tras el huracán, un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Tras el terremoto, fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Y tras el fuego, el susurro de una brisa suave.» Allí estaba el Señor.
Del mismo modo sucede con el tiempo. Su auténtica textura se revela en los pequeños gestos más que en los grandes actos. Su voz puede llegarnos poco más que como una imagen suelta, incluso como una ausencia: aquello que ya no está aunque lo reconozcamos como propio. A veces recuerdo nombres de personas y rostros, gente a la que he conocido y que ya no sé quiénes son. ¿Cómo llegaron hasta mí? ¿Adónde fueron? Reaparecen como fantasmas mudos. Otras veces caigo en la cuenta de las ocasiones en que he fallado. ¿Por qué no dije lo que debí decir en el momento adecuado? Tampoco sé si entonces, en el pasado, hace tantos años, veía lo que ahora veo con mayor claridad. Seguramente no.
El tiempo vuelve con una enseñanza: nuestros errores no nos definen completamente. Nuestros éxitos tampoco. Si prestamos atención, una brisa suave nos separa del gran ruido para enseñarnos otros caminos. No se trata de corregir el pasado –lo cual resulta imposible–, sino de habitarlo con la dignidad de un ser humano, de un animal racional capaz de compartir y de perdonar, de ser más y mejor. Aceptando que muchas preguntas no tienen respuesta. Y que una brisa leve y persistente nos entrega el tiempo pasado de vuelta cuando menos lo esperamos.
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