Opinión

Pies de barro

Parece que lo de activista ennoblece al artista, escritor o músico

De un tiempo a esta parte es común una coletilla que se suma a la identificación de alguien como artista, escritor, o poeta. Tal coletilla es la de activista, que no sé exactamente qué significa, pero puedo imaginarlo. Por sus obras los conoceréis, quiero decir y allá cada cual con la huella que deje, o no, tras de sí. Pero da la impresión –de un tiempo a esta parte, repito– que un calificativo artístico sin la coletilla ‘y activista’ es más pobre, o menos calificativo. Es más: parece que lo de activista ennoblece al artista, escritor o músico y lo ennoblece tanto que, sin él, es menos artista, es menos escritor, es menos músico. Esta es la impresión ahora.

¿Costumbres, modas? Da lo mismo: de momento está ahí hasta que otra la sustituya. Uno se pregunta si el activismo mejora el arte o sólo llega donde el arte no llegaba y es una pregunta retórica porque la respuesta es evidente. Yo creo que cuando alguien oye o lee la palabra activista debe de creer que se encuentra ante un Gandhi mal aprovechado. Pero si antes figura la palabra artista o escritor, entonces cree que ese o aquel artista, este o aquel otro escritor, son mucho mejores de lo que son. Que su obra, quiero decir, es una obra no sólo a tener muy en cuenta sino a considerar la repanocha y el sursum corda.

Uno de los efectos secundarios –y muy buscado– en tal empeño es la creación de nuevos mitos. Esto es colosal porque muchas veces se desconocen los viejos, pero el personal se apunta a los nuevos con un entusiasmo digno de mejor causa. Y ahí se extiende un velo protector que magnifica al mito naciente –que a veces se queda, o debería, en aborto–, colocándolo a la altura de los viejos. En el fondo, una ilusión y una conducta que no sobrepasan la adolescencia intelectual. La adolescencia no es, precisamente, el mejor de los criterios, pero es a menudo, el resorte que emplea la política –perdón, el activismo– para sus fines. Y no voy a moverme del territorio del arte o de la literatura, que son los que conozco.

En estos casos la muerte viste mucho. Incluso puede investir de categoría de héroe nacional a alguien cuyo espíritu no pasaba del de una monja timorata por delante y puñetera por detrás. Bueno, allá cada cual y todos tenemos derecho a poseer cierta propensión a la mitificación. Pero no deja de asombrar cuando ocurre, sobre todo si se conoce el paño y uno no se deja llevar por patrañas coyunturales, ni intereses engañosos. Hemos visto bastantes casos –la vida es lo que tiene– y recuerdo ahora cómo los amigos de alguien que fue un furibundo anti-Països Catalans lo convirtieron de la noche a la mañana en una especie de híbrido de Pompeu Fabra, Joan Fuster y Guifré El Pilós y me estoy quedando corto. Y no hablemos ya de los que borran o enturbian su pasado –el propio o el familiar– para convertirse en adalides de la causa que esté a la última; del oportunista que pasa por noble de espíritu; del temeroso al que veneran por su valentía; del saltimbanqui intelectual que pasa por maldito local y así se podría elaborar un catálogo digno de un Borges de vía estrecha. O sea, una pequeña historia de la infamia provincial. Sin olvidar que todos tienen derecho a figurar en ella, ¡sólo faltaría!

En ella sí, pero no en todas partes. Lo que no se debería hacer creer –y en esto la derecha política suele ser crédula porque en el fondo le importa un pito (a la izquierda le va de soi)– es que el activista es muy bueno en lo suyo y no me refiero al activismo. Me refiero al artista, al escritor, al actor, al poeta… reforzado por su coletilla: ‘y activista’. Lo que provoca un verdadero milagro de los panes y los peces: su poesía es la mejor que se ha escrito en la ciudad; sus críticas literarias son tan lúcidas como generosas; sus novelas, dignas de un espíritu de su tiempo; sus ensayos, apabullantes; su figura, imprescindible en la historia del arte… Puede el lector añadir lo que quiera: siempre se quedará corto frente a los panegiristas del nuevo mito (tan necesario, por otra parte, para la llamada construcción nacional). Porque la labor de estos es como la de la carcoma: no se detiene nunca e insiste, insiste e insiste. Y cuando logra su objetivo –un túmulo honorífico para alguien de su veneración–, a por otro mueble: siempre pinchan en blando y los oportunistas suelen detectarse entre sí: ya se sabe, hoy por ti, mañana por mí, aunque tengan –si pueden llamarse así– ideas opuestas...

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